Tomé esta imagen hace ya muchos años, una mañana de víspera de reyes, junto a la orilla sur de la primera infancia del Noguera Pallaresa. Si bien el motivo carecía del menor interés, consiguió cautivarme. Una secuela de mis rarezas, sin duda. Entre los abetos centenarios del bosque de Bonabé, ¿quién otro podía ser tan bobo de fijarse en aquella cursilada adolescente?
Borracho de frío, de sol y de paisaje, juré enamorarme de quien escribiera mi nombre en la nieve. No concebía mayor manifestación de afecto. Un monumento al instante, a lo perecedero, nacido como nosotros para morir sepultado por las fuerzas de la naturaleza: el viento, la lluvia, las temperaturas, la meada de algún esquiador en aprietos o los copos frescos caídos desde los cielos para convertir en ancianos a sus predecesores. Ley de muerte, ley de vida. La amante crueldad de la Gaia que, frente a la memez humana, solo tolera a los seres mientras conservan su plenitud.
Durante el regreso a la planicie de Beret, me detuve en el pueblo abandonado de Montgarri, entonces reconvertido en reclamo turístico a modo de oración a la deidad contemporánea del blanqueo de capitales. Consumí un café, una tostada y un vino caliente; lo que necesitaba para alcanzar sin desmayos el aparcamiento tras una jornada de monte en los Pirineos. Gasté el trayecto imaginando a la afortunada. Desconocía su edad, su altura, su peso, su olor, su raza, sus preferencias culinarias, la simetría de su rostro, el tono de sus ojos o su lugar de origen, pero tenía que tratarse de una criatura excepcional cuando alguien había interrumpido el orgasmo del descenso para homenajearla. Negué desde el principio la posibilidad del autobombo. Lo hubiera dado por cierto en un hombre; lo descartaba en una mujer, salvo el supuesto evidente de profesionalidad en la política.
En esta niñez de 2021, en pleno régimen de adelgazamiento de mi archivo fotográfico, mi primera intención fue eliminar el fichero que contenía ese negativo digital. Sonreí al recordar que, incluso después del año que nunca existió, el que asesinó la fe en las pocas cosas que parecían merecerla, el que me convenció de que los buenos y los malos son las marcas blancas con las que nos venden, al gusto del consumidor, la perversa incompetencia de los opresores, aún no había derogado expresamente aquel juramento invernal. Un asunto de simple pereza. A estas alturas, resulta obvio que nadie en sus cabales cometerá el desatino de desatar el conjuro. La objetividad hacia mí mismo siempre fue uno de mis peores defectos. Decidí mantener la foto cuando descubrí el error cometido al interpretarla. No se trataba de una declaración romántica, sino del retrato de todos nosotros. Por más que nos proclamemos los duques del universo, como atestigua el epitafio que reza en la tumba del poeta Keats, no somos más que nombres escritos en el agua. Aunque sea agua en estado sólido.
Si este año tenía que iniciar con una buena señal, ¿qué mejor que volver a leer tus letras? No imaginas cuánto me ha alegrado…
…un beso Rafa, y que sea un muy buen año para ti.
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