Me sentí angustiado por la advertencia de Facebook. La mera posibilidad de alcanzar de nuevo los cinco mil contactos y la recomendación de crear un perfil profesional, que me permitiera ampliar su número sin límite, las traduje de inmediato como una agresión. Todo un drama para alguien desordenado en sus hábitos, al que le cuesta decir no y que suele refugiarse en la soledad cuando el destino se tuerce.
Venciendo mi natural tendencia a delegar en la leyes de la física la colocación de las cosas en el lugar que les corresponde, elaboré un protocolo para evitar la subjetividad en la higiene. Mi primer impulso era enviar al cibercementerio a los transmisores compulsivos de panfletos, pero me venció la misericordia. Bastante tienen los pobres con vivir bajo el convencimiento de que alguien los lee, y de que el mundo se vuelve más amable gracias a ellos, como para contribuir yo a amargarles la fiesta. Me despiertan ternura por esos mecanismos cerebrales que solo los psiquiatras conocen. Los veo tan necesitados, tan primitivos, tan vulnerables que me confieso incapaz de contribuir a su desengaño. Debe de resultar muy jodido no encontrar otro medio para promocionarse entre los afines.
Con mayor rigor trato a los selfis. Tolero uno por semana; el doble si la gente anda de vacaciones o si acaban de transitar por un cambio de década. Cualquier método es válido para contribuir a la autoestima de las amistades. Incluso regalo algún me gusta esporádico, por aquello de no parecer demasiado rancio. En mi afán de ser equitativo, ideé un sistema lógico de ponderación: multiplicar el número de instantáneas por uno y medio si incluyen muecas o gestos oculares, y por dos cuando se toman frente a un espejo. También cuando se procesan con filtros de Instagram. No es un modelo perfecto, pero de algún modo hay que cuantificar la agravante del mal gusto.
Por el contrario, padezco una particular indulgencia hacia las estampas de viajes, con el límite máximo, eso sí, de tres fotos diarias de la misma palmera. Quién no se ha emocionado con algún desplazamiento y se lo ha hecho tragar por la bravas a sus semejantes.
El capítulo de infracciones graves lo inauguro con la exhibición de menores. Igualmente elimino a los energúmenos que se entrometen insultando en una conversación sin pedir la vez, a los que precisan dejar siempre el último comentario y a quienes argumentan con adjetivos en lugar de con verbos y con nombres comunes. Entre los distintos trastornos de la personalidad, sin duda es el histriónico el que peor llevo.
Doy tres meses a los neotortolitos y a los recién desemparejados. Tiempo más que razonable para que, respectivamente, dejen de hacer el ridículo mediante el envío de postres empalagosos a través de un post o inundando los muros con frases de desconsuelo. El que más y el que menos nos hemos enamorado, aunque ya casi ni nos acordemos, a todos nos han mandado a la mierda en algún momento o nos han plantado unos cuernos dignos de algún mamífero prehistórico. Fenómenos naturales que no justifican exceder ese plazo.
El bloqueo irreversible lo reservo para los distribuidores autorizados de citas de Coelho. Hay cosas que no tienen perdón de Dios.