Tú ya casi no eres tú. No te reconozco, indefenso y asustado, todo el día dormitando en un sillón, en espera de aquello de lo que ninguno hablamos. Ni siquiera te irritas cuando te provoco. De no ser por las circunstancias, pronto ibas a sonreír ante mi definición personal acerca del modo en que lograsteis las trece copas, o cuando nombro a la policía según mi hábito. Mi conflicto enfermizo con la autoridad, ya sabes. Hasta te resulta indiferente si pierde o gana el Madrid.
Nos alejamos de lo común en estos casos. Apenas compartimos manías, heredé las de la madre, la portadora, por lo que se ve, del gen dominante. Los dos nos confundimos. Ni los tuyos eran los tuyos ni los míos fueron nunca del todo los míos. Con los años aprendí que la distancia no compensaba y solo lamento el tiempo que desperdiciamos. Porque hoy, asustado e indefenso, arrugadito en ese horroroso sillón a cuadros, es justo cuando más te amo.
Coincidimos, eso sí, en mostrarnos con los hechos por encima de los excesos afectivos: yo no le cedo a cualquiera el derecho a compartir instantes con un gato al que vi nacer. Tampoco en lo primero me agrado. Los miedos que la abuela me enseñó de pequeño y su afán obsesivo por colocarme a resguardo. Esa memoria genética, supongo, que alguna corriente de psicología denomina pomposamente conocimiento ancestral. El estigma imborrable de los perseguidos.
Ojalá exista tu Dios, aunque yo sea carne de su averno.