Las nubes

Aún recuerdo las hostias de aquel maestro de aspecto mussoliniano del que aprendí que el poder, la autoridad, la ley y el orden, en suma, es aquello que te agrede cuando intentas pensar por tu cuenta. Tras los golpes, me acusaba en público de «vivir siempre en las nubes». Probablemente tuviera razón, yo gastaba el día soñando; pero no me consideraba responsable de su ineptitud pedagógica, del aburrimiento provocado por su obsesión de memorizar antes que entender, y por el bajísimo nivel de unos alumnos solo interesados en elegir una víctima a la que torturar en los recreos. El muy cabrón, sin embargo, bien que recurría a mis fugas celestiales cuando había que conseguir para el centro el campeonato escolar de ajedrez o tocaba mostrar a la inspección los progresos de la clase con las redacciones. Él las denominaba cuentos o memeces según la presencia o no de algún funcionario del ministerio.

Crecí despreciando a aquel tipo, a aquellos métodos y a aquellos compañeros, que me enseñaron a resolverme la vida solo y a defenderla a torta limpia si no cabe mejor remedio. Unas lecciones contrarias al concepto con el que entonces identificaba lo civilizado.

Hoy, cuando todo es mentira; cuando nuestra intimidad, nuestro dinero y nuestros amores se almacenan de veras en una nube incapaz de premiarnos con la lluvia; cuando nada parece posible si nos desconectamos; cuando en ella se diseñan nuestras opiniones y de ella nacieron los nuevos ministros, que nos estafarán como los anteriores; hoy, decía, sueño con lo terreno: el arañazo de un lapicero en un cuaderno de espiral, el tacto de la hierba de montaña al amanecer, el sabor a océano y a fado del vino verde, la caspa de un gato sobre la mesilla y el olor a sudor de noche larga de un ser humano que despierte a mi lado.

Se ve que me quedé antiguo o igual es que nunca me he bajado de las nubes altas a las que se refería don Alejandro.

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